El alba apenas había despuntado, pero las
imponentes campanas tronaron majestuosas e implacables. Otro día comenzaba y no
había nada más que deseara Saphira que seguir durmiendo plácidamente. Era un
día nublado y lluvioso. Eso no ayudaba a ponerse en marcha. Con una mueca, se
desperezó y agitó para sacudirse el cansancio y con resignada entereza
se puso en pie. Estaba aturdida y soñolienta.
Caminó
hacia la ducha y con reticencia se echó un
jarro de agua fría por encima. El estupor desapareció en el acto. Tras lavarse, la piel se le puso de gallina y se
secó entre tiritones. Cuando terminó paseó la mirada por la habitación. No era
muy grande, todo estaba amontonado aquí y allá,
no podía permitirse el lujo de poseer muchas cosas. Un pequeño tocador con un
minúsculo espejo es todo lo que tenía para arreglarse, por lo menos la ventana
era grande y dejaba entrar abundante luz los días soleados.
Se dirigió lentamente al tocador, comenzó a
examinarse el rostro y lo que vio no le gustó. Su pelo clareaba y estaba
perdiendo color. Cansada, rebuscó entre sus enseres los tintes que necesitaba
para darle de nuevo intensidad, pero descubrió que no
tenía suficiente… Si quería arreglar su pelo debería emplear su día libre en ir
al mercado. Se acercó a la ventana y observo el cielo. Con una mueca de
disgusto por los negros nubarrones su desánimo creció.
Últimamente
estaba teniendo unos días horribles; no paraban de llegar enfermos y una de las
pacientes que tenía bajo su cargo la estaba robando el sueño. Una joven
embarazada que cada día estaba más débil. Por muchos remedios que la
aplicaba, no conseguía que mejorase. ¡Y para
colmo la habían asignado un aprendiz!
Ella
no disponía de tiempo suficiente para cuidar de sus pacientes y a la vez enseñar. Todo era un desastre. Saphira odiaba tener a alguien observándola todo
el día, ya fuera para examinarla o aprender de ella.
Con
gran esfuerzo desechó esos pensamientos y comenzó a vestirse. Sacó del baúl un
conjunto de túnicas de la hermandad y también una capa de viaje con capucha.
Miró las túnicas por un instante y luego saco ropa común.
Se hizo un apretado moño que disimulara bien su pelo y una vez vestida se
cubrió la cabeza con la capucha para bajar al comedor.
Al
entrar en el comedor localizó a Sazta, estaba sola en una de las mesas. Cogió un té y varios bollitos y se dirigió hacia la mesa de
amiga. En cuanto su compañera la vio, le dirigió una sonrisa cansada. Tenía
ojeras y mala cara. Saphira frunció levemente el ceño.
—Pareces
cansada. ¿No has dormido bien?
Sazta
negó con la cabeza mientras tomaba un sorbo de su bebida antes de responder:
—No muy bien, la verdad.
—Déjame
adivinar… Otra vez el de la 19 —dijo Saphira. Sazta puso los ojos en blanco y
asintió—. ¿Qué ha sido esta vez?
—No
te lo vas a creer…. —Saphira alzó las cejas, mientras
sus labios formaban la palabra “pruébame”. Sazta sonrió con una mezcla de
ironía y afecto antes de continuar—; ayer estuvo quejándose toda la noche sin
parar. ¡Y para colmo se cagó encima! Pero eso no es lo más divertido, cuando
fuimos a cambiarlo se metió la mano en los
calzoncillos y empezó a palpar la mierda. ¡Se puso a sacudir la mano como un
loco! Y adivina quienes estábamos en la trayectoria… ¡Fue una pesadilla!
Saphira no pudo evitar reírse.
—¿Pero no estaba estreñido? —inquirió Saphira.
—Le
estuvimos dando laxantes… —dijo Sazta, sin terminar la frase y moviendo una
mano de forma elocuente. Saphira dejó salir otra carcajada, pero la severa mirada
de su amiga la silenció, aunque no por mucho tiempo. Tras unos segundos, Sazta
se contagió y sonrió.
—No
por favor, dime que no es verdad —dijo Saphira entre risas. Compartiendo la
sonrisa cómplice con su amiga.
—Ya
me habría gustado a mí verte en esa situación —gimió Sazta, antes de ocultar su
cara entre sus manos. Tras otro leve gruñido de asco, por lo que podía deducir
Saphira–, levantó la vista con una mirada furiosa desmontada por su propia
sonrisa, contagiada de nuevo por las carcajadas de su amiga—. A veces desearía
que bajase una superiora y le cantara un cántico de la muerte. Así nos dejara
en paz de una vez por todas —dijo Sazta imitando cómicamente a una imponente y
ominosa madre superiora.
Saphira
sabía que su compañera no hablaba en serio aun así la preguntó —¿No crees que
eso sería demasiado drástico? — Saphira seguía sonriendo.
—¡Estoy desesperada! —gimió Sazta, lanzando los
brazos al aire en un gesto de impotencia. Otras chicas que estaban desayunando
callaron para mirarlas a las dos. Quizá estaban haciendo demasiado ruido. Sazta
se recolocó las mangas antes de continuar—; Oye lo que quiere, ve fatal, es
imposible aplicarle remedios si no es por la fuerza, tira los inciensos al
suelo, cuando se enfada se niega a comer, a veces nos
lo encontramos desnudo, se quita los vendajes, nos insulta, nos regaña
y, encima, después de hacernos la vida imposible nos piropea e intenta darnos
un beso —Sazta terminó con una mueca.
—Seguro
que algo se pude hacer para calmarle —dijo Saphira, pensativa—. Probablemente
se comporte así porque está desorientado y en el fondo tiene miedo... y si ya
tiene miedo imagina que se le presenta una superiora con su ornamentada
vestimenta y encima cantado en un lenguaje desconocido... —finalizó con una
sonrisa irónica. Sazta asintió y quedó meditabunda.
—¡Ya
lo tengo! ¡Podrías solicitar un traslado a
tu ala y encasquetárselo a Hadea! —sugirió Sazta esperanzada, tras unos
segundos de reflexión.
—Pero
mira que eres mala —respondió Saphira sonriendo y no muy contrariada con la
idea—. Si en el fondo no es mala chica, solo un poco despistada y rencorosa…
—¿Sólo un poco? —dijo Sazta fingiendo
atragantarse por la sorpresa—. Es una zorra. Intentó quitarte el puesto
haciendo trampas y jugando sucio —añadió con indiferencia mientras se miraba
las uñas. Saphira tuvo el impulso de reprenderla por el uso de un vocabulario
tan soez, pero se le pasó cuando recordó el incidente.
—Yo
no busqué este puesto. De hecho lo pasé fatal teniendo una
superiora encima todo el día, vigilante como un buitre ante la carroña y siempre diciendo —Saphira cogió aire y comenzó a imitar
con una vocecita cómica —;“así no”, “lo estás haciendo mal”, “¿estás loca?”,
¿en qué demonios estabas pensando?” Eso sin hablar de lo que me obligaron a
estudiar mientras buscaba una fórmula para duplicar el tiempo y así poder
estudiar, trabajar, comer y descansar…—terminó con un gruñido de
exasperación.
Sazta
sonrió comprensiva.
Sabía
que Saphira no había solicitado el puesto, fue una superiora quien la propuso y
la tuteló para ascender dado su potencial. En cambio Hadea codiciaba el puesto
por intereses propios. Entre otras cosas… aplicaba mal adrede los remedios
cuando le tocaba bajo el turno de Saphira y cuestionaba constantemente sus
habilidades e inventaba bulos.
—Tú
deberías ser Superiora. Sabes más que nadie y le das 10 vueltas a muchas de
ellas—. Ante sus palabras, Saphira se sonrojó y tartamudeo algo ininteligible. Saphira tomó un sorbo de té mientras
reflexionaba sobre los cánticos a la muerte y las superioras. Ese era el nombre
que le daban los miembros que trabajan día y noche en el hospital a las
antiguas oraciones y plegarias de sanación. Popularmente se creía que eran
palabras mágicas y poderosas capaces de devolver la
salud a un enfermo terminal, pero la evidente ineficacia había convertido estas
oraciones en cantos de despedida y preparación del espíritu en su viaje al más
allá. De hecho,
los más supersticiosos pensaban que realmente eran maldiciones poderosas que
condenaban a una muerte inminente y prematura. Estos cantos eran solo
enseñados a las Madres Superioras y se transmitían únicamente de forma oral,
para prevenir que alguien los robase. Saphira contuvo un escalofrío y desechó
la sensación de que ella tendría que asistir al Cántico de la joven embarazada.
«No pienses así. No solucionará nada.» Se reprimió.
Una
mirada rápida a su alrededor le reveló que una Superiora acababa de entrar y
charlaba afablemente con una novicia. Ella... ¿Superiora? Las Superioras eran
maestras en las artes de la sanación, catedráticas de la anatomía y la ciencia.
Eran las máximas responsables de la Orden. Controlaban la administración,
gestión y política de todos los hospitales y siempre
tenían la última palabra en un diagnóstico. Llegar a Superiora requería años de
complejos estudios y años de práctica bajo la férrea supervisión de una
de ellas. Eran las responsables de
decidir si el paciente estaba recuperado o, por el contrario, no tenía remedio.
Aunque Sazta dijera que ella tenía suficientes cualificaciones como para
presentarse a Superiora, otro requisito indispensable era una cantidad mínima
de años en la Orden, esto es, tener una edad determinada. Y ella aparentaba ser
demasiado joven. Una superiora que tenía cara de novicia jamás sería aceptada
por pacientes muy enfermos o por la propia Orden.
No
obstante, no pudo evitar seguir con la mirada a la Superiora que, ahora, salía
por la puerta. Por su rango, podían solicitar un secretario varón que,
extraoficialmente, cumplía las funciones de marido. «Y tienen permitido tener
hijos, aunque siempre sean educados por otras personas, ya que las Superioras
deben utilizar su tiempo en cosas “más importantes”.» Pensó Saphira, mirando de
nuevo a su desayuno a medio comer.
Una
voz grave la distrajo mientras masticaba otro bollito. Un hombre acababa de
entrar. Quizá era el secretario de la Superiora que acababa de salir. Trató con
gran deferencia a las novicias con las que habló. Dentro de la orden los
hombres tenían un bajo rango, a pesar de ser secretarios de las Superioras. Esto
seguía sorprendiendo a Saphira. Aunque no sabía bien por qué.
Recorrió
la sala con la mirada. Por debajo de las Superioras estaban las Especialistas,
encargadas de operaciones de riesgo o con una complejidad relativa. Una
Especialista estaba sentada con un par de novicias. Por las caras de las
muchachas, parecía que les estuviera contando algo escabroso de su trabajo. Aun
así, las tres estaban riéndose. ¿Aprendices de Especialista, quizá? Saphira no
se había molestado por conocer a todas las que entraban y salían del centro,
aunque lo habría podido hacer con facilidad, ya que tenía buena memoria para
caras y nombres.
Luego estaban las Madres de Ala. Se tenían que
encargar de supervisar pacientes de una región concreta del hospital, anotar el
seguimiento de cada paciente a diario y elaboran pequeños informes para las
Superioras. Las madres de ala poseían subalternos que cumplían los trabajos más
prácticos, aunque en muchos casos ellas también aplican directamente los
remedios. Saphira no era amiga de tener subalternos. Prefería hacer las cosas
por sí misma, aunque reconocía que en situaciones críticas podían ser de mucha
ayuda. Recordó un chiste acerca de las Madres de Ala y de sus subalternos
traspapelando un informe a propósito, lo que hacía que una Superiora fuera a
ver el estado de una embarazada que resultaba ser un hombre. Mirando a su
amiga, escogió el momento adecuado para contarlo. Esto provocó que la muchacha
se atragantase de verdad con su bebida y, si Saphira no se hubiera apartado a
tiempo, le habría duchado con ello. Las dos rieron histéricamente.
—¿Qué
tal está tu chica? —preguntó Sazta, ya un poco más calmada. Las risas cesaron y
el rostro de Saphira se ensombreció.
—No
consigo que mejore. Cada día que pasa corren más peligro ella y el bebé.
Sazta
cogió las manos de su amiga y mirándola a los ojos le dijo: —Ánimo, tú eres muy
especial, seguro que lo consigues.
Saphira
suspiró y sonrió agradecida a su compañera. Sazta miró las campanas y comenzó a
recoger su desayuno. Saphira hizo lo mismo.
—Te
acompaño. Quiero echar un vistazo a mis niños antes de salir.
Sazta
meneo la cabeza.
—Ni en tu día libre evitas pisar el hospital…